viernes, 15 de junio de 2007

ADULP ante la reforma del Estatuto de la UNLP

Desde fines del año pasado, y sobre el trasfondo de la crisis de la UBA, comenzó a instalarse en nuestra Universidad la discusión sobre la necesidad de proceder a una reforma del Estatuto que nos rige desde 1996. El complejo proceso que comenzó en noviembre, y que desembocó en la irregular Asamblea Universitaria que hace escasos días proclamó la reelección del Presidente de la UNLP, da cuenta acabadamente de que resulta imperioso abordar seria y comprometidamente este debate, y avanzar en un cambio sustantivo de la norma que rige la vida interna de esta Universidad.

La actual etapa política que atraviesa nuestro país se presenta como una oportunidad para promover colectivamente las profundas transformaciones que requiere el objetivo mayoritario de construir una sociedad que asegure a todos las condiciones necesarias para una vida digna. Se ha abierto, en Argentina y en América Latina, un nuevo horizonte que nos convoca a ser partícipes de los desafíos que propone. Esta oportunidad, que ha sido duramente lograda y que ha costado largos años de lucha de los sectores organizados en la resistencia a los efectos de políticas antipopulares, también representa un desafío para una Universidad en la que el programa neoliberal ha dejado su impronta. La implementación del Programa de Incentivos significó la expansión de criterios cuantitativistas y productivistas en la evaluación de una actividad académica que profundizó su dependencia respecto de la lógica impuesta por los circuitos hegemónicos de producción del saber. Efectos similares tuvo, en esos años, el recurso a fuentes externas de financiamientos como el FOMEC, que generaron una proliferación de proyectos de investigación orientados por intereses académicos particulares, desvinculados de toda definición de objetivos comunes que priorizara la consideración de las necesidades sociales. Estos programas, que fortalecieron además el poder político interno de algunos sectores académicos en cuyas manos fue depositada la gestión y administración de los mismos, tenían como contrapartida la obligación de adaptar programas, carreras y proyectos institucionales a una serie de pautas propuestas por los organismos internacionales que en esos años impulsaron reformas similares en toda Latinoamérica. La reducción de las carreras de grado, el arancelamiento de los posgrados, la institución de un régimen de evaluación y acreditación de las carreras en base a criterios impuestos sin una discusión democrática sobre su pertinencia, son algunos de los resultados del avance que – sobre la base extorsiva de una situación de recorte presupuestario – lograron las políticas neoliberales en la Universidad, a lo largo de la década del ’90.

Aún cuando en cierta medida estas reformas y mecanismos hayan sido parcialmente aceptados en virtud de una suerte de estrategia de supervivencia de las casas de estudios y de sus integrantes, es preciso señalar que algunos sectores universitarios propiciaron decididamente esta reconversión del nivel superior del sistema educativo y del sistema nacional de investigación, que tendió a adecuar su dinámica a los requerimientos de un orden social deliberadamente diseñado para asegurar el beneficio de una minoría privilegiada. La Universidad que tenemos es, en general, resultado de la variable correlación de fuerzas entre los sectores que promovieron siempre la elitización de la educación superior y la sujeción de la actividad académica a los estándares de excelencia y a los criterios de pertinencia instituidos desde los centros de poder (económico, político, científico), y aquellos que hemos defendido permanentemente la concepción de que la Universidad, en tanto institución pública, debe contribuir activamente en el proceso de democratización general de la sociedad, comprometiendo su quehacer con las necesidades de la mayoría, asumiendo un rol fundamental en el desarrollo de un proyecto que afirme la autonomía nacional en el marco de una integración solidaria con los pueblos latinoamericanos, y recuperando, en la producción académica del conocimiento, la experiencia histórica y el saber popular.

Estos motivos, que fundaron en años pasados la resistencia a la pretensión de adecuar las Universidades a un proyecto de exclusión social, deben hoy traducirse en una acción profundamente transformadora de las instituciones y políticas universitarias. No podemos proponernos involucrar a la Universidad en el proceso de construcción colectiva de las condiciones que permitan avanzar hacia una sociedad igualitaria, si no impulsamos los cambios necesarios para asegurar un funcionamiento democrático de la misma. Sólo bajo la condición de una Universidad reformulada en estos términos en su sentido y sus objetivos, será posible establecer un vínculo sustentable, no ocasional, entre la actividad universitaria y el esfuerzo de amplios sectores de la población por mejorar sus condiciones de vida; constituir un quehacer universitario que contribuya a producir soluciones creativas que den respuesta a las necesidades populares, y que permitan proyectar políticas públicas orientadas a promover un crecimiento con equidad social que asegure en el futuro un bienestar integral para todos.

Es por ello que entendemos que una reforma del Estatuto de la UNLP debería proponerse, sobre la base del consenso más amplio posible, sentar las bases sobre las cuales podamos aspirar a refundar la relación entre la Universidad y la sociedad en términos que otorguen legitimidad democrática a la institución y a las actividades que en ella se llevan a cabo. En esa perspectiva, consideramos que los puntos centrales a ser debatidos por la totalidad de los integrantes de la UNLP, en una primer etapa de una discusión que entendemos no debe cerrarse en la Asamblea del 13, son aquellos que atañen a una redefinición de sus funciones esenciales (docencia, investigación y extensión), así como las disposiciones relativas al gobierno de la Universidad, los mecanismos de elección de autoridades y las formas de representación.

En primer término, consideramos que la UNLP debe discutir en profundidad el rol que compete asumir a las Universidades – en tanto instituciones públicas - en el proceso general de construcción colectiva de las condiciones que supone una mejora sustantiva en las condiciones de vida de la población. Es necesario que el debate al que nos convocamos proyecte las reformas institucionales sobre el horizonte de un conjunto de definiciones políticas que orienten la actividad de la Universidad.

En este marco, será preciso determinar en qué orientaciones prácticas y a través de que regulaciones institucionales se traduce la pretensión de que la tarea de docencia e investigación que se realiza en la Universidad constituye efectivamente un bien social. Será necesario, además, redefinir el carácter que se asigna a la llamada extensión universitaria, que no puede ser una actividad marginal y subsidiaria, o concebida como una vía de obtención de recursos a través de los servicios a terceros. Ésta - como un vector fundamental en la organización de la actividad general de la Universidad y en la determinación de su modo de vinculación con el entorno social y productivo - tiene que ser re-jerarquizada como un aspecto de la actividad académica, concebida en una perspectiva integral junto a la docencia y la investigación. Habrá que establecer, además, articulaciones precisas con el sistema educativo general y con las políticas científico-tecnológicas del Estado, con el sistema público de salud, con la problemática del trabajo, de la reconstrucción del aparato productivo y las nuevas experiencias de la autogestión, con las instituciones de defensa de los derechos humanos, las necesidades y posibilidades del desarrollo regional y local, etc. Entre otras posibilidades, favorecería a la consecución de este objetivo la constitución de Consejos consultivos que den participación a una diversidad de sectores sociales en la evaluación de necesidades, discusión de prioridades y elaboración de propuestas para la Universidad.


Evidentemente, no es posible promover una revisión de esta índole en la definición de objetivos y en el diseño de políticas institucionales para la Universidad, sin avanzar al mismo tiempo en la modificación de las estructuras del co-gobierno, con vistas a generar procedimientos deliberativos y resolutivos acordes a una dinámica democrática que debería extenderse a todos los ámbitos de la vida universitaria.

Para comenzar: hace ya muchos años que la práctica de la elección indirecta se ha convertido en un anacronismo en el escenario político nacional; sin embargo, nuestra Universidad ha perpetuado – a diferencia de numerosas casas de estudios del interior – la vigencia de un dispositivo que profundiza en vastos sectores de la vida universitaria la enajenación de la política, y que redunda en un déficit de legitimidad democrática para cualquier fórmula de gobierno de la institución. Por ello, entendemos que debería sustituirse el actual mecanismo de elección de las autoridades que desempeñan los principales cargos ejecutivos: el Presidente y el Vice-Presidente de la Universidad, los Decanos y Vice-Decanos de las Facultades, tienen que resultar de una elección directa y ponderada en la que participen los docentes, los no-docentes y los estudiantes. Este procedimiento – que ofrece mejores condiciones para una ampliación de la participación de los universitarios en la conformación y el debate de proyectos colectivos alternativos - es el medio más adecuado para que el resultado de la elección pueda expresar la opinión del conjunto de los miembros de la Universidad. Los candidatos, por otra parte, se verían obligados a presentar ante la “ciudadanía universitaria” los programas y equipos de trabajo que, que en las actuales condiciones normalmente sólo conocen – si es que existen – aquellos que forman parte de los grupos más activos en la política interna de la Universidad y quienes integran los cuerpos de electores.

Un requisito complementario de la institución del mecanismo de la elección directa y ponderada, tendiente también a la democratización de la dinámica política de la Universidad, es el reconocimiento de la ciudadanía universitaria a todos los docentes interinos que desempeñen su tarea con un mínimo de dos años de antigüedad. La restricción de la ciudadanía a los docentes ordinarios es a todas luces injusta y discriminatoria, cuando no existe – en términos generales – regularidad y una periodicidad adecuada en los llamados a concurso, ni carrera docente generalizada. Los interinos son, en la actualidad, víctimas de un cercenamiento de sus derechos políticos en la Universidad, en virtud de una situación ajena a su voluntad.

Una solución integral al problema de la actual distorsión en la conformación de la representación de los docentes en el co-gobierno requeriría, además, la constitución de un claustro único docente integrado por profesores y auxiliares. Injustificadamente, hoy la Universidad establece una diferencia de representación y por tanto de poder en la toma de decisiones en función de las tareas docentes que se desarrollan en su seno. Los docentes que revistan en el claustro de graduados, que representan más del 60% de los docentes de nuestra universidad, sólo tiene un representante en los consejos Académicos y uno durante la mitad del período en el HCS. Por otra parte, En las actuales condiciones, la imposibilidad de incorporarse al claustro de profesores en razón de su condición de interinos obliga a muchos docentes que de hecho pertenecen al claustro de profesores a permanecer como miembros del claustro de graduados. Esto conduce a una situación en la que, finalmente, los docentes auxiliares y los interinos en general se encuentran sub-representados, formando parte de un claustro que incluye también a los graduados que, sin tener relación de dependencia laboral con la Universidad, asumen, en obligada alternancia con aquellos que cumplen funciones docentes, la representación del conjunto. Son los llamados “graduados puros” quienes deberían constituir el claustro de graduados, con una participación minoritaria en los cuerpos colegiados de la Universidad, o bien con una participación limitada a los Consejos consultivos que tendrían que instituirse.

Los docentes de los niveles pre-universitarios, asimismo, también tienen que poder participar con plenos derechos del gobierno de la Universidad, y de los procesos electorales que lo instituyen; de modo que es preciso que se tomen las medidas necesarias para otorgarles el reconocimiento de la ciudadanía universitaria, y para establecer su adecuada representación en el Consejo Superior de la UNLP.
Los trabajadores no-docentes, por su parte, también deben tener la ciudadanía plena, con el consecuente derecho a elegir y ser elegidos, y a integrar con sus representantes los cuerpos colegiados de la Universidad y las Facultades. Evidentemente, estos cambios en la conformación de los claustros y en la extensión de la ciudadanía, supondrían una modificación en la composición de los Consejos, que deberían constituirse con una representación proporcional al coeficiente de ponderación que se establezca para la elección directa.

El anacronismo que advertíamos en la persistencia de la elección de las autoridades de la UNLP y de las Facultades a través de Colegios Electorales, es manifiesto también en la ausencia de procedimientos instituidos para permitir el ejercicio de la democracia directa en algunos ámbitos de la vida política de la Universidad. Consideramos que la UNLP debería establecer y reglamentar las instancias de la iniciativa ciudadana, las audiencias públicas y el presupuesto participativo. Vale decir, mecanismos que permitan que los miembros de la Universidad presenten propuestas que deban ser consideradas en los Consejos Superior y Académicos, soliciten la discusión pública de temas relevantes para cuya resolución se requiere lograr consensos explícitos, e intervengan en el debate y la determinación de criterios y prioridades para la distribución presupuestaria.

Otro capítulo fundamental en la discusión del nuevo Estatuto de la UNLP es el que concierne a las condiciones del trabajo docente. Entendemos que la UNLP debe asumir como responsabilidad de la institución la formación de posgrado y, en general, el perfeccionamiento de los docentes que trabajan en ella, lo cual supone no sólo la generación de políticas activas para la promoción e implementación de instancias de capacitación, sino la garantía de gratuidad de las mismas para los trabajadores de la Universidad. Está pendiente en la UNLP, además, un debate sobre la reglamentación de la carrera docente, como forma de asegurar la estabilidad y promoción de aquellos docentes que demuestren aptitud para la continuidad en sus cargos, a través de mecanismos periódicos y transparentes de calificación que deberían articularse adecuadamente con los concursos públicos de oposición y antecedentes.

Finalmente, y para concluir esta propuesta inicial de un conjunto de ideas para el debate, consideramos imprescindible que el Estatuto de la UNLP defina con claridad que en ella no podrán cumplir ningún tipo de funciones aquellas personas que hayan sido procesadas – o sobre las cuales recaigan denuncias fundadas – por violaciones a los derechos humanos.

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