Con febriles gestiones se urde en los despachos universitarios el escenario para controlar la inminente Asamblea Universitaria con el fin de favorecer la reelección de las autoridades por el próximo trienio, instancia íntimamente vinculada a la renovación de los titulares de las distintas unidades académicas.
Sin embargo, esta súbita disposición por “garantizar la institucionalidad”, se contradice abiertamente con el definido lenguaje de los hechos, que ha determinado la vida pública de nuestra Universidad en los últimos meses.
Como sabemos, sin ninguna circunstancia extraordinaria que lo justifique, el Rectorado no ha convocado al Consejo Superior hasta la Asamblea Universitaria. Es decir, se prolongará en forma inaudita una disposición que caracterizó todo el pasado año, y en nota del 31 de diciembre tuvimos oportunidad de señalar en el diario “El Día”.
Resulta de una gravedad inusitada esta severa indolencia, y aún más la persistencia de utilizar este mecanismo como si se tratara de una nueva modalidad política.
Para que no haya lugar a equívocos, que la Universidad prescinda de su máximo órgano colegiado, es equiparable a que el Ejecutivo excluya el Congreso, el Gobernador la Legislatura, el Intendente el Concejo Deliberante, o en último y equivalente caso el Decano a su Consejo Académico.
Si esto fuera así, no tenemos duda que se sucederían en cada uno de esos hipotéticos ámbitos todo tipo de resistencias y se levantarían distintas y variadas voces denunciando la irreparable conmoción a las instituciones democráticas y desde ya al propio sistema.
Un peligroso retroceso institucional.
Por lo tanto, no existe argumentación que pueda avalar esta anomalía y aceptar que los actos de la Universidad se resuelvan por junta ejecutiva o refrenda del Presidente, como si estuviéramos ante una emergencia permanente y excepcional que justifique tan autocrática conducta.
Que no haya Consejo Superior, es decir que haya virtualmente declarado un “estado de facto” provoca diversos y variados retrocesos.
Por nombrar solo alguno de ellos:
El Consejo pierde la imprescindible independencia de su genuino ámbito funcional, y sus miembros se ven obligados a peticionar ante los funcionarios declinando el mandato para que fueran elegidos.
Al no haber independencia no hay control y los actos – cada uno de ellos – se convierten en precipitados dictámenes de las comisiones de un cuerpo que no tiene posibilidad de debatirlos. Así se suceden hechos de enorme trascendencia, -transacciones, donaciones, inversiones, modificaciones presupuestarias, convalidaciones – sin otra participación que la lacónica información posterior que se envia a las unidades académicas.
Por supuesto no faltará mañana –consumadas las motivaciones políticas que alientan este gravísimo antecedente- una narración oportuna que intente explicar tan singular comportamiento. La palabra reflejará, una vez más, una expresión ambigua y coyuntural que sonará como un mero catálogo de intenciones.
Las promesas electorales.
En esta dirección, también forma parte del “paquete de promesas institucionales” la reforma del estatuto como una prenda de acercamiento hacia aquellos sectores universitarios que manifiestan con persistencia este reclamo. Para este cometido se tejen fechas tentativas y se realizan borradores y esbozos para la futura propuesta.
Una vez más, el camino aparece teñido de la misma modalidad que recién reseñamos. En primer lugar sería bueno honrar la memoria y recordar que cuando se “adecuó el estatuto” a la Ley de Educación Superior se hizo en un marco de profundo rechazo a esta legislación, que no impidió incorporar bochornosamente un artículo transitorio para permitir un tercer período del entonces presidente.
Bastaría cerrar los ojos para recrear ese lamentable 20 de febrero de 1996, cuando la reforma se llevó a cabo entre acusaciones y euforias triunfalistas, y dio como resultado un “híbrido estatutario” que al día de hoy sigue observado en más de una docena de artículos por el Ministerio de Educación de la Nación.
Vaya paradoja, la manera de rechazar la ley – que se presenta de inminente modificación – fue sencillamente usarla. Nuestra Universidad declinó su autonomía en nombre del poder y hoy, con estas actitudes, pareciera repetir esta pragmática modalidad.
La reforma del estatuto.
Si efectivamente quiere reformarse el estatuto, esta instancia debería ser un episodio extraordinario y reparador de aquella asamblea. Un hecho público, amplio, transparente, participativo, llamado a diseñar “la carta magna” que regirá nuestra vida universitaria en las próximas décadas.
Esta iniciativa es una tarea indelegable del Consejo Superior. Es este cuerpo quien tiene que proponer a la Asamblea Universitaria la modificación del estatuto (art. 52 inc. 4) y a la vez, definir la fecha y ámbito de esta convocatoria especial, indicando expresamente los puntos a tratar (art.50 inc.a).
En una palabra, una tarea compleja compuesta por dos actos de enorme trascendencia. La voluntad preconstituyente que pone de manifiesto el Consejo Superior al definir si la reforma es total o parcial, y en este último caso, las partes, artículos y títulos que esperan modificarse. Y la voluntad constituyente que expresa la Asamblea como órgano supremo de la Universidad al debatir y consagrar la nueva carta fundamental.
Son varios y delicados los temas que deben abordarse, muchos de ellos reinvindicaciones históricas vinculados a la singular idioscincrasia de nuestra Universidad y a la naturaleza de la Universidad pública.
Si esto fuera efectivamente una férrea decisión, la voz de la comunidad universitaria debería estar en permanente plenario, y las febriles gestiones no tendrían que ser sólo por controlar los escenarios electorales, sino por compartir con la sociedad un hecho tan definitorio como este.
Palabras Finales.
Este Consejo Superior debería haber agotado sus energías creativas discutiendo el diseño del futuro estatuto superando con generosidad, como una inalterable expresión pedagógica, las dificultades coyunturales. Responsabilidad que nos hubiera permitido afirmar que la Universidad de La Plata está llamada a liderar el debate sobre la Ley de Educación Superior, pues lleva en su génesis una impronta de modernidad que inspiró el sueño inconcluso de su creador.
Un plan estratégico, no sólo lo integra un cúmulo significativo de inversiones en obras y el necesario ensachamiento de su patrimonio edilicio, sino lo constitiye el renovado compromiso de sus actores con un destino que exponga sus rasgos diferenciadores.
No estamos poniendo en duda la legitimidad de las autoridades a prolongar el mandato, o el hecho irrefutable de quien detenta el poder. Nos detenemos en los costos que ese comportamiento infiere y en la desinversión institucional del ejercicio de esa ambición.
No es indignación lo que motiva este escenario, es desasosiego, ese estado del ánimo que se resiste a ser domesticado en nombre de fórmulas vacuas. Nos conmueve este páramo que lejos de expresar prudencia, pareciera ser el reflejo de quien no tiene nada que decir.
Hace muchos años le preguntaron a ese extraordinario filósofo español qué era la autonomía, y Ortega, con la sencillez que emerge de los pensamientos largamente elaborados, contestó: “Autonomía es el ejercicio de la libertad con responsabilidad”.
Estamos en deuda.
Sin embargo, esta súbita disposición por “garantizar la institucionalidad”, se contradice abiertamente con el definido lenguaje de los hechos, que ha determinado la vida pública de nuestra Universidad en los últimos meses.
Como sabemos, sin ninguna circunstancia extraordinaria que lo justifique, el Rectorado no ha convocado al Consejo Superior hasta la Asamblea Universitaria. Es decir, se prolongará en forma inaudita una disposición que caracterizó todo el pasado año, y en nota del 31 de diciembre tuvimos oportunidad de señalar en el diario “El Día”.
Resulta de una gravedad inusitada esta severa indolencia, y aún más la persistencia de utilizar este mecanismo como si se tratara de una nueva modalidad política.
Para que no haya lugar a equívocos, que la Universidad prescinda de su máximo órgano colegiado, es equiparable a que el Ejecutivo excluya el Congreso, el Gobernador la Legislatura, el Intendente el Concejo Deliberante, o en último y equivalente caso el Decano a su Consejo Académico.
Si esto fuera así, no tenemos duda que se sucederían en cada uno de esos hipotéticos ámbitos todo tipo de resistencias y se levantarían distintas y variadas voces denunciando la irreparable conmoción a las instituciones democráticas y desde ya al propio sistema.
Un peligroso retroceso institucional.
Por lo tanto, no existe argumentación que pueda avalar esta anomalía y aceptar que los actos de la Universidad se resuelvan por junta ejecutiva o refrenda del Presidente, como si estuviéramos ante una emergencia permanente y excepcional que justifique tan autocrática conducta.
Que no haya Consejo Superior, es decir que haya virtualmente declarado un “estado de facto” provoca diversos y variados retrocesos.
Por nombrar solo alguno de ellos:
El Consejo pierde la imprescindible independencia de su genuino ámbito funcional, y sus miembros se ven obligados a peticionar ante los funcionarios declinando el mandato para que fueran elegidos.
Al no haber independencia no hay control y los actos – cada uno de ellos – se convierten en precipitados dictámenes de las comisiones de un cuerpo que no tiene posibilidad de debatirlos. Así se suceden hechos de enorme trascendencia, -transacciones, donaciones, inversiones, modificaciones presupuestarias, convalidaciones – sin otra participación que la lacónica información posterior que se envia a las unidades académicas.
Por supuesto no faltará mañana –consumadas las motivaciones políticas que alientan este gravísimo antecedente- una narración oportuna que intente explicar tan singular comportamiento. La palabra reflejará, una vez más, una expresión ambigua y coyuntural que sonará como un mero catálogo de intenciones.
Las promesas electorales.
En esta dirección, también forma parte del “paquete de promesas institucionales” la reforma del estatuto como una prenda de acercamiento hacia aquellos sectores universitarios que manifiestan con persistencia este reclamo. Para este cometido se tejen fechas tentativas y se realizan borradores y esbozos para la futura propuesta.
Una vez más, el camino aparece teñido de la misma modalidad que recién reseñamos. En primer lugar sería bueno honrar la memoria y recordar que cuando se “adecuó el estatuto” a la Ley de Educación Superior se hizo en un marco de profundo rechazo a esta legislación, que no impidió incorporar bochornosamente un artículo transitorio para permitir un tercer período del entonces presidente.
Bastaría cerrar los ojos para recrear ese lamentable 20 de febrero de 1996, cuando la reforma se llevó a cabo entre acusaciones y euforias triunfalistas, y dio como resultado un “híbrido estatutario” que al día de hoy sigue observado en más de una docena de artículos por el Ministerio de Educación de la Nación.
Vaya paradoja, la manera de rechazar la ley – que se presenta de inminente modificación – fue sencillamente usarla. Nuestra Universidad declinó su autonomía en nombre del poder y hoy, con estas actitudes, pareciera repetir esta pragmática modalidad.
La reforma del estatuto.
Si efectivamente quiere reformarse el estatuto, esta instancia debería ser un episodio extraordinario y reparador de aquella asamblea. Un hecho público, amplio, transparente, participativo, llamado a diseñar “la carta magna” que regirá nuestra vida universitaria en las próximas décadas.
Esta iniciativa es una tarea indelegable del Consejo Superior. Es este cuerpo quien tiene que proponer a la Asamblea Universitaria la modificación del estatuto (art. 52 inc. 4) y a la vez, definir la fecha y ámbito de esta convocatoria especial, indicando expresamente los puntos a tratar (art.50 inc.a).
En una palabra, una tarea compleja compuesta por dos actos de enorme trascendencia. La voluntad preconstituyente que pone de manifiesto el Consejo Superior al definir si la reforma es total o parcial, y en este último caso, las partes, artículos y títulos que esperan modificarse. Y la voluntad constituyente que expresa la Asamblea como órgano supremo de la Universidad al debatir y consagrar la nueva carta fundamental.
Son varios y delicados los temas que deben abordarse, muchos de ellos reinvindicaciones históricas vinculados a la singular idioscincrasia de nuestra Universidad y a la naturaleza de la Universidad pública.
Si esto fuera efectivamente una férrea decisión, la voz de la comunidad universitaria debería estar en permanente plenario, y las febriles gestiones no tendrían que ser sólo por controlar los escenarios electorales, sino por compartir con la sociedad un hecho tan definitorio como este.
Palabras Finales.
Este Consejo Superior debería haber agotado sus energías creativas discutiendo el diseño del futuro estatuto superando con generosidad, como una inalterable expresión pedagógica, las dificultades coyunturales. Responsabilidad que nos hubiera permitido afirmar que la Universidad de La Plata está llamada a liderar el debate sobre la Ley de Educación Superior, pues lleva en su génesis una impronta de modernidad que inspiró el sueño inconcluso de su creador.
Un plan estratégico, no sólo lo integra un cúmulo significativo de inversiones en obras y el necesario ensachamiento de su patrimonio edilicio, sino lo constitiye el renovado compromiso de sus actores con un destino que exponga sus rasgos diferenciadores.
No estamos poniendo en duda la legitimidad de las autoridades a prolongar el mandato, o el hecho irrefutable de quien detenta el poder. Nos detenemos en los costos que ese comportamiento infiere y en la desinversión institucional del ejercicio de esa ambición.
No es indignación lo que motiva este escenario, es desasosiego, ese estado del ánimo que se resiste a ser domesticado en nombre de fórmulas vacuas. Nos conmueve este páramo que lejos de expresar prudencia, pareciera ser el reflejo de quien no tiene nada que decir.
Hace muchos años le preguntaron a ese extraordinario filósofo español qué era la autonomía, y Ortega, con la sencillez que emerge de los pensamientos largamente elaborados, contestó: “Autonomía es el ejercicio de la libertad con responsabilidad”.
Estamos en deuda.
El Doctor Pablo Reca es Consejero Superior y Profesor de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata.