La continuidad de "un neodesarrollismo módicamente redistribucionista", la magnitud de las resistencias y el carácter conflictivo de la república. La tensa relación con los medios de comunicación.
La república como batalla
Por Eduardo Rinesi *
Las líneas rectoras del primer año de gobierno de Cristina Fernández de Kirchner no han sido diferentes de las que hace doce meses podía esperarse que lo tutelaran, ni de las que habían presidido la gestión anterior, de la que la actual se reclama sucesora. Y tanto las grandes decisiones adoptadas durante este período (desde el fallido intento de modificar el régimen de retenciones a las exportaciones agrarias hasta la exitosa reestatización del sistema previsional), como una cantidad de otras medidas menos espectaculares (desde la inadvertida pero fundamental regularización de la situación laboral, social y jubilatoria de las empleadas domésticas hasta los "paquetes" antirrecesivos anunciados estos días), están claramente inspiradas en esas esperables líneas directrices: las de un neodesarrollismo módicamente redistribucionista, empeñado en favorecer el crecimiento de la actividad económica sobre la base del aumento del consumo de los sectores populares. Lo que sin duda era menos previsible era la magnitud que alcanzarían las protestas de los grupos (eventualmente) afectados por alguna de estas medidas, así como el apoyo social y mediático que encontrarían estas reprobaciones, que en la primera mitad del año en curso obligaron al Gobierno a jugar un juego que no formaba parte de sus planes en un escenario igualmente inesperado.
Que no dejaba de recordar, por cierto, algunos otros escenarios que la política argentina había conocido y transitado no tanto tiempo atrás. Así, en los discursos oficiales de los primeros meses de este año se podían oír, juntas, las viejas palabras de la tradición populista más resuelta (se ha dicho: la de Evita o el primer Perón), en la que corresponde inscribir, con todos los matices que se quiera, el fenómeno kirchnerista, y la defensa (típicamente liberal, y que en los años recientes encarnó paradigmáticamente el alfonsinismo) de la necesaria primacía de "los representantes del pueblo", que "deliberan y gobiernan" en su nombre, sobre las dirigencias de corporaciones que ese discurso político liberal presenta como mezquinas, particularistas y antidemocráticas. No llama la atención que, terminado el conflicto con el sedicente "campo", el primer presidente del actual ciclo constitucional haya elegido, antes que prodigar las fotografías con los cabecillas de los grupos cuyos intereses defendió su partido en la tribuna, la calle y el Congreso, marchar ritualmente a oír el zalamero elogio presidencial a su figura en la Casa de Gobierno: el viejo caudillo radical sabe bien que en todo ese conflicto sus antiguos argumentos habían estado del lado del gobierno, aunque sus correligionarios (y acaso él mismo) hayan estado del lado de la dirigencia campera.
Menos razones (y menos entusiasmo) tuvieron éste y otros sectores de la oposición para enfrentar el desde todo punto de vista razonable proceder gubernamental frente al infame negocio de las AFJP. Las torpes protestas en defensa de la propiedad privada y las necias denuncias de la presunta voracidad fiscal del equipo gobernante se estrellaron contra la comprensión mayoritaria de la justicia de la iniciativa oficial. Queda sin embargo, después de la aprobación parlamentaria de esa iniciativa, la sensación un tanto amarga de que este gobierno sigue siendo mejor que lo que consigue explicar que es, y que la sociedad argentina ha vuelto a perder –por falta de buenos argumentos en defensa de las políticas públicas oficiales, buenos argumentos que es responsabilidad del Gobierno que promueve esas políticas ofrecer y poner a circular– la ocasión de tener una buena e importante discusión. Que no era (que no debía ser) la discusión acerca de si el Estado puede o debe gestionar mejor que los grupos privados de inversión el dinero de "la gente", sino la discusión acerca de si el sistema jubilatorio de un país es y debe ser un sistema de solidaridad intergeneracional, garantizado por medio de un Estado democráticamente organizado, o –como quiso hacer de él el fanatismo empresarial de la década pasada– una colección de planes de ahorro previo.
Es necesario, para este gobierno y para el futuro de nuestra democracia, promover estas discusiones sobre los temas que la gestión CFK ha puesto, bien o mal, en la "agenda" actual de los debates. Y no hablo sólo del tema del Estado, su naturaleza y sus funciones (tema que, en efecto, ha estado durante demasiado tiempo ausente tanto de las disputas públicas como de las querellas académicas, y que hoy es más imperioso que nunca retomar), sino también del tema de la república, que el Gobierno haría bien en no regalarle a una oposición política y mediática que tiende a pensar esa palabra como el nombre, pasteurizado e inocuo, de un conjunto de buenos modales administrativos, y en pensar en cambio en la línea en que lo hicieron los grandes autores republicanos del pasado. Que sabían que hay república porque hay una cosa pública, un espacio o un campo que es de todos y que es preciso defender, pero también que ese campo común es, necesariamente, un campo de batalla, porque los distintos sectores que lo integran tienen, de hecho, intereses contrapuestos, y porque hacer política en una república es, inevitablemente, afectar algunos de esos intereses. Que no hay república sin conflicto. Que el conflicto no es el producto del carácter más o menos pendenciero de éste o aquel gobernante, sino lo que caracteriza, fortalece y vivifica a toda sociedad.
* Politólogo, director del Instituto del Desarrollo Humano de la Universidad Nacional de General Sarmiento.
jueves, 11 de diciembre de 2008
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